Hay que atravesar curvas, arboledas centenarias y varios kilómetros de tierra para llegar a la carnicería de los Pombo. Al igual que un tesoro oculto, el local pasa desapercibido; otra casa más de Goldney. Ni siquiera un cartel señala la existencia de la carnicería. Unos gauchos se despabilan en el sol de la mañana de este domingo de marzo. Nos indican que estamos en el camino correcto.
Apenas entrar al local uno se siente trasportado en el tiempo. El timbre anuncia la llegada de los clientes. A la derecha, antes del mostrador, una cabina de madera encierra un antiguo teléfono público, digno de museo. La mesada donde los cortes serán tallados es limpia, pulcra, casi como un altar de sacrificios. A la izquierda, una despensa con toda clase de artículos comestibles dispuestos con suma prolijidad. No parece otra de las tantas pulperías que subsisten en los pueblos de Buenos Aires. Pero uno entra y sonríe. Quizás porque cómplice, juega a creer que viajó en el tiempo. O a lo mejor porque en seguida se encuentra con la figura de Amable Pombo, el dueño de la carnicería, que con una paciencia infinita desgrasa un costillar.
La cuchilla entra y sale, y uno se queda hipnotizado, como si un mago lo hubiera encantado. Por un momento quisiera ser yo la que hace tan delicada operación. Tengo que mirar dos veces para cerciorarme del color fresco, del tamaño y de la consistencia que presenta el bife.
Amable viste una camisa clara a cuadros, impecable, al igual que su delantal. Lleva el pelo engominado hacia atrás, los anteojos al borde de la nariz. Se toma su tiempo para afilar el cuchillo y volver al corte. Verlo es todo un espectáculo: quita cada centímetro de grasa con el mismo cuidado que un padre limpia a su hijo recién nacido. Y entonces, el apuro urbano se retira del lugar y vuelve al auto en el que llegó. Porque Amable trata a cada pedazo que llega a sus manos con un respeto milenario. Pareciera pedirle permiso a cada trozo antes de insertar la cuchilla. Quizás porque su edad tampoco le permite moverse con tanta destreza, pero estoy segura que esta paciencia lo acompaña desde siempre. Es probable que sea la misma paciencia que lo ayudó a cumplir sus sueños.
El corte sigue sobre la mesada blanca, como un corazón sobre la mesa de trasplante. Y el hombre lo trabaja, incansable. Lo gira, lo contornea, lo observa, lo palpa. Le sonríe. Lo mete en una bolsa de plástico, le quita el aire, la cierra. Lo posa en la palma de sus manos. Lo vuelve a mirar y le sonríe. Después, lo pesa en la balanza y el pecho se le llena de orgullo.
Llega nuestro turno. Mientras hacemos el pedido, entran dos, tres, cuatro clientes más que nos miran de reojo. Somos extranjeros en un pueblo que está a menos de cien kilómetros de donde vivimos. Mientras tanto, Amable saca de la heladera de madera un pedazo de carne rojo y fresco.
Observamos con curiosidad todos los cortes que reposan ahí. Dentro de mí se despierta algo inexplicable. Debe ser parecido al instinto salvaje que un león siente ante su presa, porque lo único que puedo hacer es espiar y sonreír como idiota.
De nuevo, con la maestría de un profesional, clava el cuchillo en el pedazo de carne. Pero no hay sangre. Es un corte profundo y directo, que después de varias idas y vueltas logra desprender la carcasa que lo recubre. Y uno siente como si también se liberara de un peso que lleva cargando durante tanto tiempo.
-¿Cómo te los preparo?, me pregunta.
Por primera vez me encuentro de frente con los ojos del carnicero. Me pierdo ahí, entre los surcos que se le forman cuando sonríe, o a lo mejor entre algún recuerdo que me despierta porque se parece a mi abuelo. O será¡ que tiene la mirada tan transparente que uno puede adivinar sin mayor esfuerzo quién se esconde tras esos lentes.
Con la misma paciencia que antes, repite la operación de las bolsas. No sé en qué momento nos internamos en una charla que nos mantiene atrapados.
-Este es mi sueño, desliza sonriendo. Y entonces todo cobra sentido. ¿Qué clase de hombre- ya entrado en edad de jubilarse- atiende a todos sus clientes con el mismo fervor un domingo por la mañana? ¿Por qué tanto esmero en su aspecto, tanta destreza en los cortes? ¿Qué energÃa extraña ronda en el ambiente que no se puede traducir en palabras? ¿Por qué uno se siente como si estuviera protagonizando una pelÃcula de suspenso?
Como si el cuadro en blanco y negro se llenara de colores, asà comienzo a imaginar quién es Amable cuando narra retazos de su vida.
Llegó a los 16 años a Argentina después de haber pasado por mucha tristeza. Mucha tristeza, subraya. Promete que otro día nos va a contar su historia, porque ahora hay más clientes que esperan. Pero que Él lo logró. Cumplió³ su sueño. Llegó de Santiago de Compostela en el ´49, azotado por el hambre; quizás otro más de los miles que dejó la guerra. Las extensiones de campo virgen que vio en ese entonces, cuando llegó, le habrán parecido un espejismo. Un lugar en la que estaba todo por hacer.
-Los gauchos de acá me cargaban porque yo quería tener mi tierra y mis animales, producir mis alimentos. Me cargaban porque siempre iba de camisa, limpio y prolijo. Me decían que la tierra no servía para nada. Y ahora…
Mira alrededor y sonríe pícaro.
Estoy segura de que Amable entendió³ que la Única batalla que libramos es contra nosotros mismos. Esa que nos desafía a ser mejores personas, a dar todo de nosotros para alcanzar un sueño. No hay pasado que nos pueda condenar lo suficiente, no hay otros. No existe competidor más bravo que uno mismo. Y esa es la lucha que no debe ser abandonada.
Entonces deja las tristezas de lado y nos deleita con varias anécdotas, picada de por medio. Nos señala la foto que está¡ a sus espaldas, en la que posa orgulloso junto a varias tiras de salames. Se la regaló un cliente que es cirujano, el mismo que le cedió su propio oficio y me regaló, sin saberlo, el título de esta nota: “Yo soy médico, pero acá el verdadero cirujano, es usted”.
Antes de irnos nos obsequia algunas achuras.
-Lo hago con todos los que vienen por primera vez, nos dice sonriendo. Que disfruten del fruto de mi trabajo.
Y nos despide con un apretón de manos.
Me voy con la sensación de cargar siete u ocho kilos de sabiduría, varios años de trabajo y el sueño de un hombre hecho carne entre mis manos.