Taller de escritura Vanguardias.
*Por Marina Gómez Alais
Fuimos dos, al comienzo.
Como en cualquier historia de encuentros, dos que se vieron a través de la nebulosa y no lograron resistir la fuerte atracción. A pesar de nuestros rígidos trajes heredados y por detrás de las escafandras, nos descubrimos bailando lentos y pudimos adivinar todo un futuro juntos.
Esa misma noche, con ilusiones como combustible e itinerario incierto, iniciamos la travesía.Tan jóvenes y, sin embargo, de algún modo, intuimos que para el destino, no hay derrotero que valga: elige atajos, urde tramas, estrecha lazos. Durante el largo periplo, enmarcamos cada instante en diapositivas que nunca nadie tuvo tiempo para ver. Una cronología tan común y corriente, que terminaría siendo rara, dentro de un mundo que no sabe de normalidades.
El oráculo auguró años felices de unión. Omitió los de discordia, tomándolos como entrenamiento de tolerancia. Por asuntos de la memoria maleable, probablemente, elegimos arrumbarlos en el olvido.
En uno de tantos días dorados, llegó la tercera componente del equipo. Una creación en conjunto —la concepción es otra bella rareza, que aceptamos con naturalidad—, fenómeno misterioso que se anunció entre berridos, trayéndonos la sensación más inmensa de completud, comprimida en escasos centímetros.
Fuimos tres. Nuestra pequeña galaxia de absoluta luminosidad comenzaba a flotar. Entendimos que compartir la pasión de cosmonautas ya no sería lo único entre nosotros. Que todo propósito de la misión original, comenzaría a moverse en función de esa sonrisa sin dientes, de cachetes con hoyuelos, a la que sentimos la obra más sublime, resultado de una mágica ceremonia sagrada. Había que afrontar la crianza, con las piezas de encastre del rompecabezas para padres primerizos, en perfecto desorden. Un poco de juego, de falta de sueño, otro poco de sentimientos desconocidos y dulces, más las fiebres de madrugada. Responsabilidad sin límite. Miedo a fallar y a no poder cumplir con el inalcanzable estándar de perfección parental, ese que el manual invisible impone con su vara altísima. Entre escollos salvables, íbamos los tres abriéndonos camino, respirando la propia atmósfera de ansiedad. Inseguros, pero fortificados.
Sin hacer proyectos, volvió a suceder la fusión, el milagro de unicidad, en el momento preciso. Y empezamos a soñar con la nueva tripulante.
Fuimos cuatro. Alumbrar y asombrarse como la primera vez. Las caricias sobre la piel de nube, las noches insomnes y los besos de babas, las primeras palabras y la alegría en estado puro; junto con el compromiso del deber duplicado, sabiendo que valía la pena cualquier desvelo, a cambio de cada sonrisa que nos regalaba, amándonos porque sí.
Vivimos siete años convencidos de que seríamos un contingente de cuatro pasajeros. Habían crecido, ya marcaban sus diferencias, aprendían y nos enseñaban, se mostraban rebeldes, empezaban a rotar sobre sus ejes y a trasladarse dentro de esferas controladas, todavía de cerca.
Suponíamos haber pasado de etapa, cuando el fulgor de un cometa atravesó el universo para enviarnos al quinto viajero del espacio. En esos años, había creído perder las nociones básicas del proceso de elaboración y formación de un ser humano de bien y, aún teniendo experiencia previa, me provocaba incertidumbre arrancar esta tercera fase. Impensado expandirse en un nuevo bigbang que desbaratara el aparente orden cósmico. Hasta que él asomó y nos contempló con los ojos más negros, chispeantes y enormes jamás vistos. Nos miró tranquilo, haciéndonos asimilar que también debíamos mantener la calma, porque había elegido bien en quienes confiar. Llegaba una estrella nueva a nuestro cielo cotidiano.
Y los cinco giramos sincronizados dentro de nuestro ínfimo y renovado sistema planetario. Una ráfaga de aire fresco, reanimó —aunque creyéramos que más brillo fuera imposible— la llama que iluminaba cada acto de nuestra comunidad.
Nada explica el fenómeno de aceleración de los tiempos. Porque fue demasiado rápido su desarrollo. Los años se sucedieron veloces entre ciclos que cerraban, novios que orbitaban como satélites y la mesa que se agrandaba multiplicando platos. En el trayecto, se desprendieron módulos de la nave nodriza y la tabla de la mesa se volvió a achicar por rupturas y adioses definitivos.
Como todo da vueltas en el continuo cinetismo de la existencia, también hubo reconciliaciones. La onda expansiva del amor alcanzó a la siguiente generación. Bajo el resplandor de nueve lunas, llegó la inesperada descendencia, para avivar el fuego que mantenía los corazones tibios.
Él nació comprendiendo las almas. Ya ni siquiera nos hizo saber con la mirada, que seríamos capaces de cuidarlo entre todos. Estaba seguro del ritmo de las cosas, consciente de ser parte de ese ritmo, porque traía consigo la cadencia de ascenso en la evolución de las emociones. Nadie le enseñó nada. Era —lo es—un diminuto gurú que impartía conocimientos, integrado a la dinámica del grupo, con la sabiduría instintiva del amor ancestral.
La nave sigue su curso.
A veces, somos solo dos tripulantes, como al principio.
No voy a mentir: de a ratos, se escucha el silencio del infinito y me invade una sensación de ocaso. Calculo que pronto se consumirá el oxígeno y la flama dejará de arder. Que el combustible se agotará, junto con aquellas antiguas ilusiones que dejaron una estela iridiscente a nuestro paso. Inerte, a punto de resignarme con mi quietud, pienso que ya es hora de que la vela se encienda en otro espacio y los platos leviten en otras constelaciones.
Pero no alcanzo a cerrar el pensamiento grisáceo porque irrumpe una lluvia de aerolitos. Con estruendos y rayos, nos salpica de vida como niños ruidosos. Retorna ese banquete colmado de desobediencia y caos. Chillan los cubiertos sobre la porcelana; vuelven las carcajadas y las voces entrelazadas, los choques de copas y la luz. Una luz que nos penetra, nos rejuvenece, nos eleva en lo alto, tan livianos… Nos transporta en una elipsis radiante de un extremo al otro, de ida y de vuelta, en un tiempo circular.
En ese clima eufórico, perfumado de especias, festivo, se cruzan nuestras miradas con la complicidad de añeja dupla, de copilotos, de luchadores galácticos. Capturamos, por una milésima de segundo, la certeza de que en aquella noche remota, no nos equivocamos. El plan a largo plazo se diseñó en la intensidad del primer instante. Ahora, instalados en aquel futuro, somos parte de un sistema en funcionamiento que ya no nos pertenece, porque como sucede a cualquier pieza de arte, el sentido completo y acabado se lo da la mirada divina del observador.
Visto desde arriba, cambia la perspectiva y casi que nos obliga a dejarnos conducir por fuerzas astrales poderosas. Nos impulsa a seguir bailando lentos, sin trajes rígidos ni escafandras, auténticos, envueltos por el bullicio perfecto como música de fondo, desplazándonos con holgura, en ese espacio sideral que se abre ante la sobremesa familiar.