Taller de escritura Vanguardias.
*Por Agustina Ernst Saravia
Acató en silencio el encierro que empezó disfrazado de protección. Era tarde cuando la soledad, la frustración y el miedo se apoderaron de su ser. Paralizaron no solo su cuerpo, sino los sentidos, las emociones, los pensamientos y los deseos. ¿Cobardía? ¿Falta de amor propio?
Casi no hablaba, para qué hacerlo si sus opiniones fueron ignoradas, descalificadas o se convirtieron en burlas incesantes. Su rostro no tenía ni la más mínima expresión de bronca contenida o agrado disimulado; le faltaban las arrugas que anticipan cómo es una persona con solo mirarla, la carta de presentación ante los otros. ¡Qué decir de la pasión! No la conocía porque esa vehemencia de la sinrazón corre por el cuerpo llevando vida a cada célula.
La única manifestación espontánea e inconsciente del ahogo eran los suspiros que cada tanto salía de ese cuerpo que se rebelaba, como un pedido desesperado de auxilio. A pesar de eso, no hizo nada.
Llegó un momento bisagra en su vida, vino de la forma menos pensada, el anuncio de la flexibilización de las medidas impuestas por un virus letal. Es ahí cuando se sintió sobreviviente de lo que calló y culpable de lo que no hizo durante años.
Salir del letargo no fue fácil, para no olvidarlo lo plasmó en su piel: VIVIR. Como un mantra lo repitió cada vez que necesitó fuerzas para evitar que resucitara el parásito que durante años habitó su cuerpo.
¿Cómo haría para encontrar el equilibrio entre hacer y no perderse? ¿Cómo encajar en un sistema que a veces agobia y otras arrasa? ¿Cómo encauzar tanta energía contenida?
Tomó valor y emprendió el viaje que respondió esas y otras preguntas que surgieron mientras se buscaba. Conoció personas de todo tipo: los que adulan pensando que la mezquindad ofensiva de sus actitudes pasa desapercibida; los que miran por encima del hombro creyéndose superiores por ser herederos del esfuerzo que no vieron; los que están ensimismados en sus problemas sin darse cuenta que la solución está mirando más allá; los especuladores que sacan ventaja de la desgracia ajena.
También alternó con gente que vivió en diferentes infiernos y aun así lucha cada día para no volver a caer; la que decidió dejar para los que vienen un lugar mejor sin importar que la crean loca; la que se siente culpable y necesita redimirse; la que alienta y acompaña.
El desasosiego que llevó a la desesperación se esfumó, su cuerpo se transformó, desapareció la curva de la espalda, hablaba sin titubear, no se cohibía al entrar a un sitio desconocido y miraba a los ojos sin temor al juicio que la otra persona pudiera tener. Sintió placidez, disfrutó esa sensación de plenitud que nunca había tenido. Se desperezó, estiró los brazos y las piernas, se sentó en la cama, se frotó los ojos, había despertado, aunque todavía sentía cierta confusión. Fue a lavarse la cara, se sorprendió con el rostro que vio en el espejo, volvió a dudar si no era un sueño, se miró de nuevo, se le dibujó una sonrisa de satisfacción. Sintió que ya podía escribir su historia.